Me perdonarán los lectores la ausencia. He estado más liao que la pata un romano por esas maravillosas bromas de la Administración, que te exige cosas imposibles mientras se va de puente… No he ni felicitado la Navidad con el lío, pero me he estado acordando de una anécdota que me pasó, creo que en 2008, cuando vivía en Austria y hacía mis cursos por aquí y por allá. El caso es que un matrimo que tenía una casa en Val Gardena me propuso hacer un camp para ellos y otra pareja amiga, todos de un nivel de esquí similar.
Tras una leve negociación en mi estación –no es fácil quitarse de en medio en fin de año- cogí la furgo y me presenté en el aeropuerto de Bérgamo para ayudarles con el equipaje y tal y, desde allí, condujimos las tres horitas de tributo hasta el chalé, un casoplón de lo más aparente en el que, todavía pienso cuando lo recuerdo, no me hubiera disgustado retirarme, juas. El caso es que la primera mañana me levanto temprano y veo intranquilo, junto a la señora encargada, que nadie baja al desayuno. Por fin, aparece el dueño de la casa, el que había organizado todo el curso, y me dice, Carolo, nos volvemos a casa. Nunca sabré qué pasó esa noche, pero el caso es que se fueron todos en silencio, sin mirarse a las caras, y yo me quedé allí, un 30 de diciembre con los hoteles hasta las trancas y sin cuerpo para volverme a casa, con el lomo mojado, a dar explicaciones a quienes habían, más que amable y comprensivamente, cedido para que me fuese en esas fechas tan delicadas para una escuela de esquí.
Así que tras todo el día preguntando de hotel en hotel, ya tarde cogí el camino más corto para Austria y pasé la primera noche a dieciocho bajo cero donde la foto. Al día siguiente atravesé el Brennero para terminar, en apenas dos horitas, en la estación del Tirol donde trabajé en los 90, que, para que el lector no se líe, no era la misma donde lo hacía en ese momento. Allí, en pleno climax de las vacaciones, mi anterior jefe y su mujer, de los que no estaba seguro si me recordarían, me recibieron en su hotel como a uno de la familia, cambiando la sensación de destierro e incertidumbre por la del hogareño calor fraterno. Además de seguir a duras penas al niño, hoy director de escuela, que diez años antes me seguía a mí bajando baches y saltando cornisas, aproveché para visitar donde entrené tantas horas con tan buenísimos demostradores y retomar la relación con otro de mis antiguos jefes con el cual, por cierto, sigo esquiando cada año desde entonces; sin ir más lejos el primer día de esta misma temporada.
El caso es que la Navidad es siempre un buen momento para cerrar círculos, evocar cosas buenas, valorar la suerte o la mala suerte que uno haya tenido y cosas así. Un momento fenológico-astronómico o cronobiológico, o como se diga, en el que cosas empiezan y terminan y tal con todas sus implicaciones e, igual, con todo su sentido. Así que aprovecho para felicitar la Navidad y la salida del año sin más; la primera con un poco de retraso y, la segunda, justo a tiempo de que pensemos en cómo cuadrar este año esos ciclos de los que nos va dando pistas el reló biológico. De existir eso, claro, jaja.
¡Buenas huellas y una magnífica salida del año!
Carolo, diciembre de 2021